martes, 14 de junio de 2011

DE LECTURA OBLIGATORIA



Neguijón.

(Quizá de *nigellio, -ōnisder. de nigellusdim. de niger, negro).

1. m. Enfermedad de los dientes, que los carcome y pone negros.

Real Academia Española 







Tal como los alquimistas medievales se obsesionaron con la piedra filosofal, un sacamuelas sevillano, que llega hasta el virreinato peruano huyendo de la Inquisición, se afana en la búsqueda del gusano de los dientes que taladra las muelas y anida en las encías, precipitando la corrupción del cuerpo y flagelando a los cristianos con una espina del dolor de la Pasión, porque el imperio español de los siglos XVI y XVII era también el imperio del dolor. El imperio del neguijón.




FRAGMENTO

1.
Cuando el sollozo de la campana rasgó el silencio supurante de la ciudad, los poblado- res de Lima advirtieron sobrecogidos que aquél no era el tañido de la peste, ni el repique del fue- go, ni el doblar de los duelos, ni el rebato con- tra las ratas, sino algo infinitamente peor y más doloroso. En realidad, a todos les dolía algo aquella mañana: uñeros, lobanillos, sietecueros, hernias, migrañas, cólicos, panadizos, tumores, ciáticas y almorranas; pero cuando el estrépito de cencerros reverberó helado en sus muelas, to- dos sintieron la misma punzada inefable y pro- funda. El mismo fragor de gusanos en las encías.
En su puesto de la Plaza Mayor, el libre- ro Linares luchaba en vano contra las moscas que se posaban sobre su ojo ulcerado, anegán- dolo de humores, lombrices y boñigas que lue- go tendría que limpiar con emplastos laceran- tes de vinagre y aceite rosado. En la collación de San Agustín, el inquisidor Tortajada se apli- caba una friega de zumo de beleño en la herida tumefacta de su pierna izquierda, una pierna fantasma que le dolía todavía más que el mu- ñón chamuscado que todos los meses le caute- rizaban con ascuas para impedir el avance de la16
gangrena. Bajo los soportales de la calle de los Bo- toneros, el caballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén— sobrellevaba con hidalguía los acha- ques del mal de piedra, aunque blasfemando siempre en voz baja para que la canalla creyera que sólo pedía perdón por sus pecados.
Gregorio de Utrilla dejó de sacudir la pe- sada campana, pues para arrancar muelas era preciso tener pulso firme y no quería fatigar de- masiado su brazo. Hacía una semana le había temblado la mano en las minas de Huancaveli- ca y destrozó la muela del corregidor antes de sacarla de la mandíbula. Si aquel hombre no se hubiera desmayado, jamás habría soportado la dolorosa búsqueda de los raigones y las raíces con el descarnador. Utrilla repasó de reojo la expresión demudada de los rostros que comen- zaron a rodearle y adivinó quiénes criaban fle- mones, apostemas y neguijones. «Mi reino por un gusano», pensó, y arreó la campana poseído de mística furia.
El caballero Valenzuela se pasó la lengua sobre las muelas y hurgó sobrecogido entre sus flemones y agujeros. Odiaba a los barberos des- de que le limaron los dientes cuando era apenas un niño —allá en la villa de Lopera— llagándo- le las encías y condenándole a padecer una den- tadura quebradiza y desbaratada. El caballero Valenzuela había luchado contra indios salvajes, crueles piratas y galeotes condenados a muerte, pero sólo le arrasaba el pánico cuando un saca-
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muelas le embocaba el gatillo por el gaznate. Tantos dientes le dolían que el dolor de piedra quedó suspenso.
Antes de salir del convento por la calle de los Espaderos, el inquisidor Tortajada se escar- bó la dentadura con el mondadientes de plata que siempre escondía bajo el candil, donde lo conservaba caliente y nadie podía encontrarlo para embolsárselo. Las muelas eran enemigas del frío y por eso se limpiaba las caries con agu- jas tibias y clavos que calentaba con velas en ve- rano y braseros en invierno. A veces el dolor le traspasaba como el rayo, pero de sólo pensar que podía empalar al neguijón que le perforaba los dientes, el inquisidor Tortajada se ensañaba con las caries, picoteando feroz hasta caer desfalle- cido. Sin embargo, aquella mañana se limitó a remover el sarro pegostreado y a enjuagarse la boca con un cuartillo de vino mezclado con pé- talos de rosa y sándalos cetrinos.
Lector de su padrino Huarte de San Juan, el librero Linares evitaba el tocino, la cecina, las cuajadas, los requesones, las cebollas, los pesca- dos y todos los alimentos flemosos que engen- dran vapores, porque el fuego del hígado hervía la humedad del estómago destemplando la den- tadura, ennegreciendo los dientes y mollando las muelas. El librero Linares sabía que los gu- sanos nacían de la humedad y de la corrupción, pero a pesar de su enjuta humanidad el agua fres- ca del botijo lo estremecía de dolor cuando su
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helada corriente inundaba la madriguera del ne- guijón.
Gregorio de Utrilla montó su tenderete con deliberada parsimonia, junto a un paredón encalado en la esquina de Mantas con Plume- reros que le recordó al quemadero del prado de San Sebastián. Mientras su asno bebía en una acequia de aguas hediondas, vació los arcones para usarlos como poyetes de un tablero que hacía las veces de mesa. Algunos cirujanos co- mo Daza Chacón o Juan Fragoso aconsejaban ocultar los instrumentos para no ahuyentar a los transeúntes, pero Gregorio de Utrilla no com- partía esas sutilezas y así, para espanto de to- dos, fue colocando uno a uno los avíos del ho- rror.
Para sajar encías, abrir flemones y reven- tar fístulas, Utrilla tenía toda clase de lancetas, agujas y palillos afilados, puntiagudos y aserra- dos. Cuando las muelas eran muy traseras, como las cordales, los barberos aflojaban las piezas con el botador, una suerte de escoplillo rematado en dos puntas que descuajaba las muelas como si fueran corchos. No obstante, con la finalidad de impedir que la fuerza del tirón desgarrara la boca del paciente, Utrilla empleaba también otro botador con forma de garfio que se engan- chaba en la muela vecina, aunque semejante operación se cobrara siempre dos piezas en lu- gar de una sola. Para limpiar la toba o cieno de los dientes, desplegó cincelillos, escoplos, espá-
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tulas y garabatillos con los que barrenaba el sa- rro aglomerado durante años.
De pronto dejó caer con estrépito su pe- licán, una herramienta de origen francés que a través de un torno central abría las mandíbu- las mientras un cordel enroscado arrancaba la muela de raíz. La técnica del pelicán era la más lenta y dolorosa, pero cuando el enfermo era corpulento y capaz de vender muy cara su den- tadura, tres vueltas de pelicán lo dejaban sin sentido. Sin embargo, Utrilla solamente confia- ba en su viejo gatillo castellano, una tenaza recia y precisa cuya eficacia dependía de la devota re- signación del doliente. Una vez que encajaba la muela con primorosa suavidad entre los picos, Utrilla miraba a los ojos suplicantes del enfer- mo y le susurraba —como si fuera la absolución o una confidencia— que Nuestro Señor Jesu- cristo había padecido mucho más en la cruz. Y entonces pegaba un violento latigazo, rogan- do por que los gusanos no hubieran podido es- capar a través de las encías.
Utrilla depositó sobre el tablón las limas que usaba para retocar los dientes rotos, el des- carnador que servía para desenterrar raíces y las tenazas con que arrancaba los raigones más pro- fundos. Junto a ellos dispuso una serie de es- cudillas y un frasco veneciano donde flotaban docenas de gusanos en salmuera. Y después de sacar un rosario de muelas engarzadas, una asti- lla de la cruz del Buen Ladrón y la pierna inco-
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rrupta de San Anastasio mártir, Gregorio de Utri- lla hizo la señal de la cruz y dio gracias a Dios por consentir que algunos pecadores fueran ben- decidos con una parte pequeñísima del dolor de la Pasión.
Detrás de los visillos de su ventana, Lui- sa Melgarejo también se persignó.
Botadores, martillico y cincel para aflojar y desaforar las muelas. Coloquio breve y compendioso sobre la materia de la dentadura (1557).

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