viernes, 17 de febrero de 2012

CHARLES DICKENS.


Su universo se redujo a Londres, Yorkshire o Brighton y, sin embargo, 200 años después de su nacimiento, Charles Dickens (Portsmouth, 1812-Londres, 1870) sigue ocupando uno de los primeros puestos en la literatura universal. Su prosa, clara aunque con los circunloquios propios de su época, denunció sin ridiculizar las condiciones de vida de una metrópoli que seguía siendo capital del mundo. Pero en la que muchos morían de hambre y de miseria.
El padre de David Copperfield, de la pequeña Dorrit o del Señor Scrooge supo reflejar esos años a la manera de un cronista, como había hecho en su labor como taquígrafo del Parlamento. Desde la cómoda perspectiva de su fortuna —dejó a sus hijos una herencia de ocho millones trescientas mil libras de 1870—, a Dickens no le contaban lo que ocurría fuera ni fantaseaba con lo que podría ser. Salía a las calles para verlo. Famosos son sus largos paseos, muchas veces nocturnos, por las zonas menos recomendables de Londres y su viaje, por ejemplo, a Yorkshire para ver por qué morían tantos jóvenes en la residencia de ese condado. Una visita, también al cementerio, que le costó un pleito y que fue germen de Oliver Twist.
En su última biografía publicada en España, 'Dickens. El observador solitario' (Edhasa), el británico Peter Ackroyd hace un retrato del genio inglés que no oculta sus manías ni su ego desmedido (el que le llevó a hacer giras interminables con lecturas de sus relatos en la última parte de su vida), pero que nos revela a alguien que se preocupó por las clases más humildes y que, a la vez, estaba fascinado por los progresos tecnológicos de una sociedad que recibía a la modernidad. «Cuando iluminan las calles con farolas de gas, Dickens lo compara con la llegada de Julio César o la firma de la Carta Magna», explica Gregorio Cantera, traductor precisamente de esta biografía y de 'Cuentos de Navidad' (los cinco relatos originales), para esta misma editorial, y de 'Oliver Twist' para Losada.
Su denuncia provenía de sus orígenes y también de su adhesión a lo que entonces se llamó radicalismo, una corriente en la que también estuvieron sus compatriotas Percy Shelley (esposo de Mary Shelley, autora de 'Frankenstein') o Lord Byron. Dickens tuvo que pasar muchas horas de trabajo malpagado en una fábrica de betún para llevar algún dinero a casa y sobrevivir en una fonda de mala muerte. En unos momentos, además, que el hogar de los suyos era la prisión en la que su padre, John, penaba por sus deudas. Porque, en aquellos días, toda la familia se iba a vivir con el preso.

Este trabajo formó su conciencia (lo dejó cuando su padre salió de la cárcel) y dio consistencia a la manía que siempre sintió por su madre, Elizabeth, que fue quien insistió en que ganara el sustento de todos. Por otro lado, el radicalismo denunciaba que las estructuras estaban caducas, que la Justicia era un proceso tortuoso e interminable y que había que reformar un sistema totalmente injusto. Que no podía permitirse el hacinamiento ni que los más pobres tuviesen que vivir de los robos o de la prostitución de sus hijos. Él lo hizo a través de sus personajes: «Están totalmente encarnados. Al final de su vida, vienen a verle sus editores americanos y les enseña los sitios reales: dónde ha situado determinada escena de 'Oliver Twist' o de 'David Copperfield'».
«En 'Cuentos de Navidad', por ejemplo —recuerda Cantera—, los niños son indigencia e ignorancia. 'Oliver Twist' está situado en las zonas más insalubres de Londres, en los focos de la peste». Miseria hasta un grado hoy difícil de imaginar: el Támesis era la tumba de muchos cuerpos y foco de un hedor repugnante (en 1858, el Parlamento tuvo que hacer acopio de sábanas con lejía porque nadie podía respirar). Y, al mismo tiempo, los pobres comían restos de animales muertos, como perros o caballos, que había en su cauce.
A Charles Dickens, además, lo leyeron los más poderosos y los más humildes. La reina Victoria era su seguidora y quiso hacerlo Sir. En una entrevista personal con ella, hablaron de los precios de la carne y de lo caro que estaba el servicio (Dickens no dejaba de ser una persona rica). Pero también tenía cautivadas a las clases populares: «La gente más humilde, aunque no supiera leer, reunía el dinero para comprar el folleto (las novelas eran por entregas) y que alguien se lo leyera en grupo», recuerda el traductor. «Veían que era como ellos vivían, pero sin burlarse ni adornarlo. Nunca perdió el espíritu de cronista».

1 comentario:

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